Por: Santiago Kovadloff, Filósofo, Doctor Honoris Causa de la Univ. CAECE
El calentamiento global es el síntoma del desconocimiento de las demandas que la Tierra hace para seguir conviviendo con el hombre. La Tierra hoy se impone ante nosotros no solo como lo dado, sino también como aquello que pone condiciones para seguir dando. Dialogar con la Tierra es, por ejemplo, escuchar lo que dice la deforestación de la Amazonia y los resultados de los incendios en Australia.
Desde tiempos remotos, la Tierra ha sido objeto de veneración. Los antiguos griegos la llamaron Gea. De ese modo quisieron significar que su presencia precedía a la de los humanos, que sólo somos sus huéspedes. La Tierra es nuestra casa. Se nos brinda para que consolidemos nuestra vida en ella, momentáneamente y en la medida en que advirtamos que no es nuestra propiedad.
En el Génesis hay un momento fundamental en el que se dice que Dios llevó al Hombre al Edén para ver cómo nombraba las cosas que allí había. Con ello se quiere decir que las cosas ya tenían un nombre. Ese nombre era el que Dios les había impuesto al crearlas. Génesis se inicia con la designación de las cosas por parte de Dios. Su designación por parte del hombre solo es correcta, según la tradición, si contempla esta designación previa a la suya. De tal modo que al nombrarlas evidencie saber que ya han sido caracterizadas por Dios y que por lo tanto si significado no se agota en lo que el hombre dice de ellas.
El Hombre es sin duda un creador, pero es también una criatura. Uno, que apareció. Se lo conciba o no como obra divina irrumpió en una realidad preexistente. allí estaba la Tierra cuando él vino a habitarla.
Durante centenares de miles de años la vida humana fue el intento de abrirnos un lugar en la naturaleza. A ese intento y esfuerzo lo llamamos cultura. La cultura es lo que hemos hecho de la Naturaleza para que no tuviera la última palabra sobre nosotros sometiéndonos a sus leyes propias.
Un desafío inédito en la historia de nuestra especie es saber si la Naturaleza puede tener lugar en el mundo humano. Inédito quiere decir que todavía no lo sabemos pensar. Que la presión que esta nueva configuración de lo real ejerce sobre nosotros nos pide reflexión y procedimientos nuevos porque la Tierra hoy se impone ante nosotros no solo como lo dado, sino también como aquello que fija condiciones para seguir dando. Fija condiciones en la medida que se siente violentada por la explotación abusiva que se ha hecho de ella.
Pensar en lo que la Tierra le exige al hombre, significa advertir que ella nos ha impuesto un tiempo. Ella dice: “Así como ahora, siempre no. Quedan unos años para que el hombre modifique la conducta que tiene conmigo, si quiere que yo siga conviviendo con él”. El calentamiento global es el síntoma del desconocimiento de las demandas que la Tierra nos hace para seguir conviviendo con nosotros y no expulsarnos de su seno.
Nosotros estamos en riesgo, pero no estamos en riesgo en función de su maldad o de la arbitrariedad de las circunstancias. Estamos en riesgo porque a partir de la Era Industrial hemos desarrollado actividades que, desmesuradamente practicadas, han llevado al acorralamiento de las condiciones necesarias para que nuestra vida se despliegue en un marco de previsibilidad. Este no es un problema técnico, sino cultural. Desde la Modernidad, desde hace 500 años, hemos empezado a explotar la Tierra sin medir las consecuencias de nuestro desenfreno. No se trata de dejar de recurrir a los bienes que puede proveernos. Se trata de entender que la desmesura impide el tránsito de nuestra percepción de la Tierra desde su condición de objeto dominado a su condición imprescindible de sujeto viviente. Ella habla a través de lo que brinda, pero últimamente habla a través del padecimiento que caracteriza sus irregularidades climáticas. La extinción de sus especies. Sus desmesuras en términos de sequias e inundaciones, su alternancia anárquica entre frío y calor. Pero hay un espejo donde es imprescindible aprender a buscar la raíz de esos desequilibrios. Es el de la responsabilidad que tenemos en la producción y expansión de sus anomalías. Es un drama ético, esencialmente ético. Y en virtud de ello las soluciones que deben buscarse son esencialmente éticas y solo si lo son pueden llegar a ser prácticas y funcionales
Algunas conclusiones de carácter igualmente filosófico, acerca del desafío primordial que atañe a la pregunta de si estamos dispuestos a ser huéspedes de la Tierra o decididos a seguir insistiendo en nuestra condición de amos.
En diciembre de 2019 tuvo lugar la Cumbre Climática en Madrid. Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, anunció que “debemos poner fin a nuestra guerra contra el Planeta porque ella ya está contraatacando. El punto de no retorno no está lejos en el horizonte, está a la vista y se nos acerca a toda velocidad”. Para Guterres, hay una gran falencia proveniente de la política. Dice que falta voluntad política, y expresó e insistió en la necesidad de frenar las subvenciones sin límite a las energías fósiles y a la construcción de centrales eléctricas de carbón. Asimismo, la Unión Europea declaró la emergencia ambiental y pidió acciones concretas para luchar y contener esta amenaza antes de que sea demasiado tarde.
Hay que plantearse de nuevo para qué queremos vivir; si es que queremos vivir o queremos durar. Este es un dilema contemporáneo sin antecedentes en el pasado.
La agonía de la Tierra es nuestra agonía. No hemos podido advertir aún que su tragedia es la nuestra. Como un espejo ella refleja nuestra pobreza existencial, en la medida en que disociamos el progreso de la interlocución y del diálogo con ella. Dialogar con la Tierra es escuchar lo que dice la deforestación de la Amazonia y las causas de los incendios en Australia, por ejemplo. Es escuchar lo que dice la contaminación de los suelos y de los mares. No se trata de una actitud lírica. No se trata de cuidar el jardín porque es “bello”, sino entender que la belleza, es la dimensión fundamental del encuentro con la Tierra. La belleza es la comprensión emocionada de su presencia, de su enigma y de su generosidad. Son valores a ser replanteados a la luz de la subsistencia del hombre en la Tierra. ¿Vivir para qué? Esta pregunta, ante todo pide ser soportada, no respondida. Pide ser soportada porque en ella, aun antes que la respuesta, está la presencia fundamental del espejo en el que podemos ver reflejada nuestras desmesuras.
En conclusión, ser huéspedes de la Tierra significa que ella nos precedió, y seguirá existiendo después de nosotros. Pero hay distintas maneras de dejar la casa cuando uno se retira de ella. Si, como toda especie, estamos llamados a extinguirnos finalmente, hagámoslo con la dignidad indispensable de quien sabe que ha tenido el honor de habitar el misterio de la vida. De lo contrario, estamos trabajando mediante el concepto de desarrollo, para promover un genocidio completo. La relación entre ética y eficacia es el dilema primordial de nuestro tiempo. No está escrito que lo vayamos a asumir, pero es imprescindible recordar que, sin asumirlo, tendremos de todo menos porvenir.